Me detengo a presenciar la belleza de la maleza y los troncos secos que hacen el cantar junto con el viento moribundo.
Me siento y contemplo.
Los recuerdos de la niñez que nacieron en esa parte de la montaña regresan a actuar y las voces se escuchan a los lejos pero se sienten cerca; paso horas contemplando, lloro. Lloro de silencio con lágrimas de anhelo y de repente me da la sensación que todavía sigo jugando entre ramas y pasto. Me levanto y me voy a buscar. Recorro un buen tramo hasta llegar al casi seco arroyo y aunque sus piedras se asomen con sutileza y el agua baje al cantar de su sonido, meto mis pies y trato de que el agua toque hasta mi tobillo; está helada.
El arroyo me guía y llego a una colina con un Manzano,¡moría por una de esas jugosas manzanas rojas! Corto dos que tres manzanas y me siento en la sombra del árbol, doy el primer mordisco. MMMMM sabe a gloria.
El sueño llega y la siesta hace que mis ojos besen la oscuridad pasajera. Sueño.
Sueño que soy de nuevo el chiquillo de Sonora, querido hasta por el cabrito; jugando quemados con mis primos y nadando en la laguna más fría y refrescante que quedaba por mi casa. Aunque no abundaban yo tenía la suerte de tener uno cerca.
Sueño sueños y sueño que sueño; las imágenes frescas de mi niñez se apagan y de repente me encuentro a mi yo de ahora con mi yo de antes, sentados en el mismo Manzano.
Me sonrío y yo me regreso la sonrisa, mordemos otro cacho de manzana; la luz del día se va alejando para que la noche haga su acto.
Camino con mi yo hasta de nuevo el arroyo y lo seguimos hasta ese puente que antes no estaba; todo se apaga.